Es increíble como ilumina la Luna. En noches de Luna llena y cielo despejado, la noche no es tan noche, o mejor dicho la noche no es oscura y es muy, muy noche.
“La noche
está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos” decía Pablo
mientras plasmaba en letras su tristeza.
Que
diferentes somos de día y de noche. Mucho tiempo me pregunté en cual de esos
momentos se mostraba el verdadero ser. Creo que en verdad el verdadero ser se muestra en
ambos momentos, como también puede permanecer oculto en cualquiera de ellos.
“¿Como no haber
amado sus grandes ojos fijos?” Quizás el Todo a veces nos posa su mirada. Un
instante nomás y nos cambia. Por un breve momento somos en toda nuestra
vulnerabilidad, en todo el error que podemos ser, en toda la lucidez de la
posibilidad. ¿No les pasa a veces?
En momentos
así, el mundo cotidiano jaquea su propio sentido. Las preocupaciones de siempre
y los contextos se vuelven poco importantes. Efímeros, como los imperios. Pasa
cuando a veces el Uno, en su insondable esencia que sobrevuela todo lo que hace, nos
mira. De pasada, por un momento casi sin tiempo, al recorrer la creación toda, caímos brevemente en el cuadro que pinta con su prometea mano.
¿Y que me
pasa cuando sucede? Pasa el Kairós. Me doy cuenta de lo importante. No hago
demasiado, hay que decirlo también. Solemos evitar profundizarlo y buscamos
volver a la ceguera cotidiana. Sería como arrancarse los ojos para cuidar la vista. Es comprensible, igualmente. Pasa que con el Kairós viene el recessus, esa angustia de palpar lo
inalcanzable. El impulso de correr como lobos y la frustración inmediata de no
encontrar el bosque para hacerlo.
El Kairos
es solo eso, nada menos que eso. La crisis se repite en la banda de moebius
hasta que al fin, alguna vez, le devolvamos al Uno la mirada, para finalmente ser consumidos por el fuego que no quema… pero renueva.